domingo, 27 de mayo de 2012

ESTRES POST TRAUMATICO EN NIÑOS



Rev Chil Neuro-Psiquiat 2001; 39(2): 110-120
María Elena Montt, Wladimir Hermosilla
Clínica Psiquiátrica Universitaria, Universidad de Chile, Facultad de Medicina, Campus Norte.


Los estudios sobre TEPT en niños han proliferado durante la última década, tanto por el desarrollo de técnicas que facilitan el diagnóstico, como por la progresiva exposición de niños a situaciones traumáticas tales como la criminalidad, la violencia doméstica y social.
El trastorno impacta a la totalidad del sujeto, a su funcionamiento emocional, fisiológico, psicológico y conductual, y en los niños tiende a interferir en el desarrollo de todas las áreas de la personalidad, dada su especial adaptación y vulnerabilidad a los eventos externos.
El diagnóstico y la detección precoz son importantes para prevenir desórdenes mayores a mediano y largo plazo.
Curso
El trastorno se presenta a cualquier edad y la sintomatología puede aparecer meses o años después del trauma. El curso es altamente variable: puede ser fluctuante, crónico o autolimitado y depende de la severidad, tipo de estresor, de su cronicidad, de las características del niño y su historia previa, de la calidad del apoyo social, de la presencia de estresores asociados y los sucesos posteriores al evento, entre otros. En general el estrés más severo tiene un curso más prolongado.
El curso crónico se puede esperar cuando el niño ha sido sometido a múltiples injurias, ha habido numerosas pérdidas de vida o destrucción masiva. También tiende a cronificarse cuando hay sentimientos de culpa por responsabilidades en daño a otros, y participación en procedimientos penales y civiles asociados.
La presentación del trastorno varía a lo largo de las diferentes etapas del desarrollo, y además éste puede resurgir ante estímulos o situaciones que lo evoquen.
La expresión relativa de los síntomas varía en el tiempo. En un primer momento destaca la presencia de miedo frente al estímulo e hiper arousal; en los meses siguientes es más predominante la presencia de síntomas invasores y reactuación, y años después una alteración en el estilo de vida. Si el estresor se mantiene, también varía la expresión de la sintomatología. En los niños es frecuente que en un primer momento presenten hiper arousal, luego una tendencia a la inhibición y posteriormente disociación.
Aproximadamente el 50% se recupera en los primeros tres meses, pero en un 30%-50% de ellos puede cronificarse o aparecer un recrudecimiento de la sintomatología(13,14).

Otros síntomas y reacciones

Los niños con TEPT presentan una amplia variedad de reacciones al trauma, la que incluye conductas regresivas, ansiedad, miedos, somatizaciones, depresión, problemas de conducta, aislamiento, déficit de atención, disociaciones y trastornos del sueño.
En los niños más pequeños es frecuente la regresión o la pérdida de habilidades recientemente adquiridas, tal como enuresis y encopresis; también pueden pedir ayuda para realizar tareas que ya dominaban, tales como vestirse, lavarse o presentar una regresión en sus habilidades lingüísticas. Algunos se ponen agresivos y otros se tornan pasivos(15).La ansiedad también es frecuente. Lo más común es un aumento de los miedos específicos o fobias, especialmente frente a situaciones claves que recuerden el estresor, la ansiedad de separación, y algunos señalan un trastorno de ansiedad generalizada.
En los escolares se han encontrado síntomas somáticos, exacerbación de trastornos de aprendizaje y de conducta y depresión en algunos. En los adolescentes se asocia más al consumo de sustancias y depresión.
La frecuente asociación entre depresión y TEPT crónico se puede explicar por:
a) Intrusión permanente de recuerdos y depresión secundaria a éstos.
b) TEPT crónico que altera las relaciones familiares.
c) El TEPT incluye dificultades de adaptación que facilitan las adversidades posteriores.



Principales predictores

En relación al evento traumático, se ha encontrado que la severidad del trauma se correlaciona con el grado de la exposición, medido a través de la proximidad física y emocional del estresor. Además el trauma es más severo si éste es provocado por un ser humano, y si su conducta es voluntaria.
Las adversidades posteriores al evento también se asocian con el desarrollo del desorden, tales como la separación del niño y sus padres, el ser ubicado en un albergue, dificultades económicas, etc. La exposición prolongada al evento y reforzada a través de los medios de comunicación también se asocia con el desarrollo y severidad del trastorno.
Se ha encontrado que las niñas son más sintomáticas que los varones(12). El género influiría en los estilos defensivos, la disponibilidad y uso del soporte social y las expectativas de respuesta o recuperación.
La edad que tiene el niño, así como su nivel de desarrollo influyen en el riesgo de exposición, percepción, comprensión, sensibilidad de los padres a los síntomas, la calidad de la respuesta, los estilos de adaptación y manejo. Por ejemplo, los preescolares están más expuestos a ser testigos de violencia doméstica, y en la medida que se desarrollan existe más riesgo de accidentes o de estar en un desastre sin el apoyo de los padres; y en la adolescencia es posible que se experimente con drogas facilitando la exposición a situaciones de riesgo.
La exposición previa y respuesta inicial se asocian con la presentación del trastorno. Garrison et al.(16) encontraron que una historia de situaciones estresantes se correlaciona con el desarrollo de síntomas después de la exposición de los niños a un trauma. Además, es frecuente que el trauma se asocie a tensiones y adversidades secundarias, las que interfieren en los esfuerzos de ajuste y aumentan la comorbilidad.
También se ha encontrado una relación entre la respuesta sintomática inmediata con la severidad y recuperación posterior del trastorno, lo que se explicaría por una asociación entre aspectos constitucionales y el evento(17).
La respuesta del niño al estresor se relaciona con la respuesta de los padres a éste. Hay una asociación entre sintomatología de padres e hijos(18).
Los estudios transculturales y por niveles económicos refieren que la sintomatología del trastorno no varía en diferentes culturas. Sack et al.(19) evaluaron 197 adolescentes que estuvieron participando en la guerra Pol Pot hace 10 años, y encontraron que presentaban la tríada sintomática descrita en adolescentes de otras culturas, tales como la angloamericana y africana; sin embargo, los camboyanos no presentaron desórdenes de conducta y abuso de sustancias asociados, lo que se explicaría por el respeto que poseen los niños hacia la autoridad en esta cultura.
Hay pocos estudios respecto de la influencia de los niveles socioeconómicos. En las comunidades más pobres y con altas tasas de criminalidad se ha encontrado una mayor proporción de niños con TEPT. En los sectores más ricos e industrializados hay menos desastres naturales y mejores sistemas de seguridad frente a situaciones de amenaza o peligro, lo que protegería a las potenciales víctimas antes, durante y después del acontecimiento desastroso(22).
En EE.UU. se ha registrado un incremento del riesgo de exposición a violencia, asociado a la masificación del uso de armas de fuego, con un aumento de víctimas, testigos y perpetradores de actos violentos y de accidentes con armas.
El avance tecnológico de la medicina expone cada vez más a los niños a procedimientos médicos intensivos y traumatizantes.

Contagio de síntomas

Diversos estudios muestran que sujetos que no fueron directamente expuestos al trauma posteriormente desarrollaron el desorden. Rosenheck et al.(20) describen síntomas traumáticos en los hijos de los veteranos de guerra de Vietnam muchos años después de la experiencia traumática de los padres. Se ha encontrado una traumatización vicaria entre padres, hijos y hermanos que no fueron expuestos directamente al evento traumático(21).
Pfefferbaum(22) señala que el contagio de los síntomas ocurre cuando:
· Hay una identificación e internalización de la experiencia de un familiar.
· Asociación con pares afectados y otros.
· Influencias sociales, culturales y de la comunidad.
· Exposición a medios masivos que repiten escenas de horror.
· Exposición a investigaciones criminales o judiciales relacionadas con el evento traumático.

Efectos en el desarrollo posterior

· Desarrollo de patrones crónicos de reactivación de conductas de riesgo, asociado a fantasías compensatorias de omnipotencia y de sobreestimación frente a potenciales eventos traumáticos disminuyendo la capacidad de protección y aumentando las posibilidades de victimización futura. También interfiere en la capacidad para proteger a otros.
· Facilidad para identificarse con roles de víctima, agresor y salvador, y posteriormente con el desarrollo de la personalidad tiende a fijarse uno de éstos.
· Fijación de autoatribuciones negativas de la experiencia original en el carácter.
· El trauma induce a cambios en la reactividad del sistema central de catecolaminas, aumentando la atención al daño potencial y la respuesta defensiva. Esta percepción contiene anticipaciones erradas del ambiente, esperando eventos futuros negativos, que aumentan la actividad autónoma y simpática.

Efectos psicopatológicos a largo plazo

· TEPT crónico.
· Trastorno de personalidad limítrofe, antisocial, narcisista.
· Trastorno de Personalidad múltiple, especialmente en trauma pre escolar.
· Automutilaciones e intentos de suicidio.
· Abuso de sustancias y alcoholismo.



domingo, 20 de mayo de 2012

¿QUE SON LAS COMPETENCIAS PARENTALES?





M.ª José Rodrigo López1, Juan Carlos Martín Quintana2, Eduardo Cabrera Casimiro3, M.ª Luisa Máiquez Chaves1
1Universidad de La Laguna
2Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
3Ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana



La competencia es un concepto integrador que se refiere a la capacidad de las personas para generar y coordinar respuestas (afecto, cognición, comunicación y comportamiento) flexibles y adaptativas a corto y a largo plazo ante las demandas asociadas a la realización de sus tareas vitales y generar estrategias para aprovechar las oportunidades que les brindan los contextos de desarrollo (Masten y Curtis, 2000; Waters y Sroufe, 1983). Esta definición implica que la competencia es multidimensional, bidireccional, dinámica y contextual. Multidimensional porque implica el funcionamiento integrado de la cognición, el afecto y el comportamiento. Bidireccional porque sirve tanto para propiciar el ajuste personal y social a los contextos como para analizar lo que los contextos proporcionan a las personas en su desarrollo. Dinámica porque cambia a medida que el individuo se enfrenta a nuevos retos y tareas evolutivas que debe resolver, así como, a expectativas sociales que debe cumplir. Por último, el concepto de competencia es contextual en un doble sentido, porque las tareas evolutivas se practican en contextos vitales y porque tales contextos ofrecen oportunidades para nuevos aprendizajes y prácticas.
Siguiendo a Hawkins, Catalano y Miller (1992), las competencias requieren oportunidades para practicarlas, el aprendizaje de habilidades para poder utilizar las oportunidades que se le brindan y el reconocimiento social de la tarea vital bien hecha para seguir motivados a continuar y perfeccionar sus habilidades. Tanto las oportunidades, el entrenamiento de habilidades y el reconocimiento de haberlas adquirido se las brindan los contextos de desarrollo, familia, escuela, iguales y ocio. Todo ello resulta crucial para un buen desarrollo de competencias.
Centrándonos en el tema de las competencias parentales, las definimos como aquel conjunto de capacidades que permiten a los padres afrontar de modo flexible y adaptativo la tarea vital de ser padres, de acuerdo con las necesidades evolutivas y educativas de los hijos e hijas y con los estándares considerados como aceptables por la sociedad, y aprovechando todas las oportunidades y apoyos que les brindan los sistemas de influencia de la familia para desplegar dichas capacidades (Rodrigo, Máiquez, Martín y Byrne, 2008).
Las competencias parentales son el resultado de un ajuste entre las condiciones psicosociales en las que vive la familia, el escenario educativo que los padres o cuidadores han construido para realizar su tarea vital y las características del menor (White, 2005). Por ejemplo, condiciones psicosociales como la monoparentalidad, el bajo nivel educativo, la precariedad económica y vivir en barrios violentos, entre otros factores, convierten la tarea de ser padre o madre en una tarea difícil. Sin embargo, si los padres cuentan con determinadas competencias podrían no sólo no comprometer el desarrollo de sus hijos sino incluso favorecer su resiliencia. Así, por ejemplo, aquellos padres que, a pesar de la adversidad, se centran en sus hijos y tienen expectativas positivas sobre su futuro, potencian más la resiliencia de los hijos que aquellos que cuentan con expectativas no realistas o que no tienen expectativas (Rodríguez, Camacho, Rodrigo, Martín y Máiquez, 2006)
En cuanto al escenario educativo, es evidente que es necesario analizar las concepciones y las prácticas educativas utilizadas por los padres en la crianza de los hijos. Al fin y al cabo, las prácticas educativas que los padres emplean para corregirle o el modo en que interactúan con el niño o el adolescente conforman el escenario de desarrollo del menor (Rodrigo et al. 2008). Los estudios sobre resiliencia parental nos ha mostrado cómo se pueden construir escenarios educativos adecuados en contextos de riesgo, sin que se de un impacto negativo sobre el desarrollo del menor (Kalil, 2003). Por ejemplo, se sabe que una supervisión parental más estricta facilita una mejor adaptación del menor en contextos con alto nivel de delincuencia (Cauce, Stewart, Rodríguez, Cochran y Ginzler, 2003).
Por último, las características del menor, es decir, su vulnerabilidad y su resiliencia, deben ser factores a considerar para determinar qué competencias parentales habría que potenciar en sus progenitores. Los menores, por ejemplo, con características particulares como la premadurez y/o bajo peso al nacer, la discapacidad física o psíquica, los problemas de conducta, la hiperactividad, los problemas de sueño, los problemas de control de esfínteres, los problemas de alimentación, o el temperamento difícil, entre otras características (Belsky y Jaffee, 2006; Díaz, Pérez, Martínez, Brito y Herrera, 2001; Simón, Correa, Rodrigo y Rodríguez, 1998) pueden hacer que la tarea de educarlos suponga ajustes y compensaciones que otros niños no necesitan. Por ello puede ser necesario potenciar en sus padres determinadas competencias que son cruciales para el cuidado y desarrollo positivo de estos niños.
No obstante, hay que recordar que, junto a estos rasgos de vulnerabilidad, debemos tener también en cuenta las características resilientes de los menores que tienen un ajuste personal y social mejor que el que cabría esperar teniendo en cuenta las condiciones adversas en que viven (Luthar, 2003). La mayor parte de los estudios coinciden en señalar las siguientes características: buena competencia social, inteligencia media o superior, temperamento fácil, locus de control interno, alta autoestima, sentido del humor, búsqueda de apoyo de “otros” positivos, capacidad para solucionar problemas, iniciativa y toma de decisiones, orientación al futuro, y entusiasmo y motivación por las cosas. Estos factores podrían paliar o aminorar los efectos negativos de los contextos de riesgo.




domingo, 13 de mayo de 2012

Juego patológico



Existe un gran número de personas para las que jugar es el centro de sus vidas, fracasando, al menos aparentemente, en todos los intentos de resistir el impulso de hacerlo. Como consecuencia de ello, se dañan seriamente sus relaciones familiares, laborales, personales y de cualquier otro tipo. Estas personas "padecen" o al menos se ha conceptualizado como tal, una enfermedad psicológica denominada juego patológico o compulsivo y se les conoce como ludópatas.

Hasta 1975 no se empieza a estudiar la Ludopatía como enfermedad, y en 1979, Morán la define como Juego Patológico. Su reconocimiento oficial se produce en 1980, cuando la Asociación de Psiquiatría Americana, en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) lo incluye en una de sus categorías (APA, 1980).

La consideración de cuando se padece un problema de juego patológico se basa en una serie de criterios psiquiátricos diagnósticos, que han evolucionado con el tiempo, comenzando con los del DSM-III (APA 1984) para juego patológico. Este problema se sitúa en el apartado de trastornos del control de impulsos no clasificados en otros apartados, junto con problemas como la cleptomanía, el trastorno explosivo intermitente, la piromanía, y la tricotilomanía. Es una clasificación diagnóstica residual, una especie de cajón de sastre, para aquellos trastornos del control de los impulsos que no se han clasificado en otras categorías.

La sintomatología esencial de este tipo de problemas, según el DSM-III-R (APA ,1988), consistiría en:

1) Fracaso en resistir el impulso, deseo o tentación de llevar a cabo algún acto que es dañino para el propio individuo o los demás, pudiendo existir o no, resistencia consciente a materializar dicho impulso. Puede existir o no una planificación para llevar a cabo dichos actos.

2) Sensación creciente de tensión o activación antes de llevar a cabo dicho acto.

3) Experiencia de placer, gratificación o liberación en el momento de realizar estos actos. Esta acción es egosintónica en tanto en cuanto es consonante con el deseo consciente inmediato del individuo. Inmediatamente después del acto puede haber o no sentimientos sinceros de pena, autorreproche o culpa.

Según este manual, el trastorno empieza en la adolescencia en los hombres y más tarde en las mujeres, pasando por diversas oscilaciones, pero con tendencia a convertirse en un problema crónico, es decir, considera que el problema tiene un comienzo, seguido de períodos de remisión y agudización durante el resto de la vida adulta. También señala que la preocupación, la necesidad y la conducta de juego aumentan durante los períodos de estrés, y que, así mismo, los problemas que surgen como resultado del juego tienden a una intensificación de la conducta de juego.

Echeburrua y Báez (1990) señalan que según este manual diagnóstico, los criterios para el abuso se sustancias y para el juego patológico son básicamente los mismos si se sustituye el juego por la sustancia adictiva, con un énfasis especial en la pérdida de control.

Con la aparición del DSM–IV (APA. 1993), se añade un aspecto en los criterios diagnósticos para este problema, que a nuestro entender tiene una gran importancia, ya que se comienza a dar relevancia tanto a las consecuencias del juego como a los factores desencadenantes del mismo, sugiriéndose la necesidad de tratamientos tanto sintomáticos como no sintomáticos de este problema.

En este manual diagnóstico se añade un criterio a los de su anterior versión, ya que se habla de un nuevo síntoma; "el juego se utiliza como estrategia para escapar de problemas, o para mitigar un estado de ánimo deprimido o disfórico".

Los criterios diagnósticos DSM-IV para este problema serían por tanto:

A. Conducta de juego perjudicial y recurrente, caracterizada al menos por cinco de los siguientes síntomas:

Preocupación frecuente por jugar.
Existe la necesidad de aumentar la magnitud o la frecuencia de las apuestas para conseguir la excitación deseada.
Intentos repetidos sin éxito para controlar, reducir o parar el juego.
Intranquilidad o irritabilidad cuando se intenta reducir o parar el juego.
El juego como estrategia para escapar de problemas, o para mitigar un estado de ánimo deprimido o disfórico.
Después de perder dinero en el juego, vuelta al día siguiente para intentar recuperarlo.
Mentiras a miembros de la familia, terapeutas u otros, para ocultar el grado de importancia del juego.
Comisión de actos ilegales como: fraude, falsificación, robo o desfalco, para poder financiar el juego.
Arriesgar o perder una relación de importancia, trabajo, u oportunidad escolar o laboral a causa del juego.
Engaños repetidos para conseguir dinero con el que mitigar la desesperada situación financiera, en la que se encuentra, debida al juego.
La conducta de juego no se encuentra asociada a un episodio maníaco.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) coincide prácticamente en su totalidad en lo referido a esta categoría en lo referido a la Clasificación Internacional de las Enfermedades Mentales (CIE 10, OMS, 1992).

Por otra parte, los ludópatas atraviesan por distintos fases de cambio respecto a asumir la existencia de un problema con el juego ( Becoña, 1996).

Las fases se denominan como fase de precontemplación, contemplación, preparación para la acción, acción, mantenimiento o recaída o finalización. En cada fase se supone que hay una diferente actitud por parte del jugador respecto a su problema.

En la fase de precontemplación el jugador no cree que tenga un problema de juego y rechaza cualquier sugerencia respecto a la existencia de este problema. Disfruta con el juego y no se plantea dejar de jugar.

En la fase de contemplación, el jugador empieza a tener problemas derivados del juego, y comienza a plantearse la existencia del problema, intentando informarse respecto a él.

Cuando el jugador entra en la fase de preparación para la acción, ya ha empezado a tener muy serios problemas derivadogicamente. Durante esta etapa muchos jugadores buscan ayuda para salir de su problema, aunque otros no, pudiendo llegar en muchos casos a la etapa de desesperanza o abandono, en donde el jugador no cree que exista una solución a su problema, percibiéndose como un caso perdido.

Durante esta etapa o la anterior, el jugador puede entrar en una etapa denominada como de aceptación, en donde admitirá la existencia de su problema con el juego y buscará ayuda para superarlo.
 —

domingo, 6 de mayo de 2012

CASO CLINICO DE BULLYING.




En está ocasión les compartimos el Articulo del Dr. Fernando Balleza,  publicado en la revista de la Asociación de Psiquiatría de México  del mes de Enero y quien es Miembro de PROPSIQUE.

Luis Fernando Balleza Huerta*, Minou del Carmen Arévalo Ramírez**, María del Carmen Lara Muñoz** ***Departamento de Psiquiatría, Hospital Universitario, Universidad Autónoma de Nuevo León
**Departamento de Psiquiatría, Facultad de Medicina, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
***Departamento de Psiquiatría y Salud Mental, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México.

Miguel es un niño de ocho años de edad, estudiante del segundo
año de primaria, católico, originario y residente de
Alcozauca, Guerrero. Es referido del Hospital Tlapa Guerrero
al Hospital Universitario de la BUAP para un manejo
integral posterior a lesión en región perianal, producida
por objeto contundente (palo de recogedor de basura), que
requiere colostomía para cierre de herida por segunda intención.
La información es proporcionada por el niño y sus
padres; los datos que refiere Miguel son limitados ya que su
primera lengua es mixteco y habla poco español.

PADECIMIENTO ACTUAL
Se informa que el día anterior a su ingreso sufrió una lesión
en región perianal, provocada en forma alevosa por parte
de sus compañeros. Esta información fue modificada posteriormente.
La lesión ocurre dentro del salón de clases mientras los
alumnos se encontraban solos; se menciona que el maestro
de grupo había salido para dar instrucciones en otro salón.
La escuela reconoció que Miguel se lesionó dentro de la misma
escuela y que el personal no tuvo conocimiento de esto
sino hasta el término de clases, alrededor de una hora después.
Sale de la escuela y se dirige a casa de un compañero
que vive cerca de la misma, donde permanece hasta que
los familiares son informados. Durante su internamiento se
solicita interconsulta al servicio de psiquiatría debido a que
lo observan introvertido, irritable y poco cooperador, y por
sospecha de que la lesión hubiera sido causada por abuso
sexual.
En la primera entrevista, la información proporcionada
por Miguel es limitada, siendo necesaria la traducción por
parte de su padre del mixteco al español. No fue posible
valorar su estado mental, pues el paciente se mostraba poco
cooperativo y decía no recordar los sucedido: “No recuerdo,
me caí en la escuela” (sic), para después permanecer en silencio
a pesar de la insistencia del padre para que siguiera
hablando.
En la primera entrevista con el padre, éste menciona que
el paciente jugaba a saltar sobre un recogedor, y que cuando
fue su turno cayó sobre el mismo al intentar brincarlo entre
empujones de sus compañeros, con lo que resultó lesionado.
En la revisión del expediente, en la nota quirúrgica se
reportan varias cicatrices antiguas e irregulares en tórax y
dos simétricas puntiformes, y otra cicatriz en la cara anterior
del brazo izquierdo. El departamento de pediatría comienza
una investigación por posible maltrato, el cual no se puede
determinar. El padre del paciente mencionó desconocer las
lesiones del tórax, refiriendo que seguramente se las hizo al
jugar, sin darles mayor importancia.

psi quiatría ENERO-ABRIL, 2011
En entrevistas posteriores, aunque Miguel se mostró
poco cooperativo y distraído, estuvo tranquilo y poco después
más accesible, hablando más español, por lo que ya no
fue necesario un intérprete. Realiza actividades de juego en
la cama como dibujar y da más información de su escuela,
casa y familia.
En una de las entrevistas, el paciente refiere antecedente
de violencia por parte de los compañeros de grupo, tales
como insultos y golpes. También señala que sus compañeros
le ponían apodos y le pegaban sin especificar más detalles
del maltrato. Al hablar del incidente actual, menciona que
ocurrió cuando jugaban él y sus compañeros a brincar sobre
un recogedor de basura y no recordar qué pasó, sólo que lo
habían empujado.
La madre negó cambios conductuales o afectivos antes
del evento y mencionó que él se llevaba bien con sus amigos.
Asimismo, dijo desconocer si Miguel era abusado por sus
compañeros en la escuela.
En una de las entrevistas con la madre, la historia presenta
inconsistencias, como al referir que Miguel había regresado
solo a casa, cuando antes se había mencionado que
el paciente se fue a casa de un conocido cerca de la escuela.
Al señalarle las inconsistencias, la madre se muestra confundida
y alega no recordar; finalmente refiere que ella fue a
recoger a Miguel a casa de una vecina cerca de la escuela y
que de ahí fueron al hospital.
Las inconsistencias en la información, que en un principio
parecieron deliberadas, correspondieron en realidad a
errores en la comunicación y discrepancias socioculturales.
En el internamiento, Miguel siguió mostrándose reservado
con el personal; sin embargo, hacia el final se le observó
más comunicativo.

ANTECEDENTES PERSONALES
Y HEREDOFAMILIARES
Madre de 32 años, aparentemente sana, dedicada al hogar,
con educación primaria; padre de 44 años, aparentemente
sano, dedicado a la agricultura con educación secundaria;
cuatro hermanos mayores aparentemente sanos. Se desconocen
enfermedades crónicas degenerativas en abuelos.
Abuela materna fallecida: se desconoce la causa. Negados
antecedentes médicos o quirúrgicos; enfermedades en la infancia,
alergias. Cartilla de vacunación completa. Vive en
casa propia, de adobe, con techo de paja, con todos los servicios.
El paciente duerme en un cuarto con sus hermanos.
Es producto de quinta gesta, con embarazo normoevolutivo
con adecuado control prenatal, nacimiento sin complicaciones,
llora al nacer y se egresa el mismo día que su
madre. Seno materno 14/12, sostén cefálico 4/12, sedestación
6/12, marcha 14/12, control de esfínteres 2.5 años.
DINÁMICA FAMILIAR
Miguel es el hijo menor de cinco hermanos. La familia es de
un estrato socioeconómico bajo; tres de los hermanos mayores
de Miguel, de 15, 13 y 12 años de edad, han abandonado
la escuela para dedicarse al campo en su comunidad. El
hermano mayor, de 15 años, con un embarazo adolescente.
La familia siempre ha vivido en el mismo lugar al lado de
los abuelos paternos, con quienes comparte espacios comunes
como el patio, pero en casa separadas.
Miguel asiste a una escuela bilingüe donde aprende español,
y continúa sus clases en su lengua de origen. Su padre
describe su educación de la siguiente manera: “Para que le
enseñan eso (textos en mixteco), eso ya nos lo sabemos,
deberían enseñarle bien el español, cosas nuevas. Algo diferente”.

EXAMEN FÍSICO
Al momento del ingreso se observó: paciente normocéfalo,
pupilas isocóricas normorrefléxicas, mucosas adecuadamente
hidratadas, cuello cilíndrico sin masas, sin soplos audibles.
Tórax cilíndrico sin deformidades; se observan cicatrices
antiguas en cara anterior de hombro izquierdo de 1 cm de
diámetro y varias cicatrices puntiformes en región precordial
< de 0.5 cm de diámetro. Ruidos cardiacos rítmicos y
regulares, sin soplos o ruidos agregados, ruidos respiratorios
con adecuado murmullo vesicular. Abdomen blando depresible
no doloroso a la palpación, con perisitalisis presente, sin
masas palpables.
Se observa herida con material fecal que abarca desde el
periné hasta el ano, incluyendo línea pectínea, como límite
de la lesión a nivel del canal anal con una profundidad de 3
cm.
Extremidades eutróficas, con pulsos presentes.
FR 18 por min, TA 100/60, Temp 36,4 C.
ESTUDIOS DE GABINETE
HB, 11.8, Hcto, 35.7, leucocitos 5.84, neutrofilos 2.63, Na
137, K 4.5, Cl 102, Ca 9.1, Mg 1.8, fósforo 4.9. VDRL,
VIH negativos.
Exploración de huesos largos con radiografías sin hallazgos
de lesión.

EVOLUCIÓN DEL CASO
El paciente acude dos semanas después de su internamiento
por una retracción de la colostomía. 
Permanece en observación psquiatría ENERO-ABRIL, 2011
 y se da manejo conservador, con seguimiento por consulta
externa, en la cual aún no se observa cierre completo
de la herida, por lo que permanece con la colostomía hasta
el cierre completo de la herida.

DISCUSIÓN
Se presenta el caso de Miguel, originario de una comunidad
rural del suroeste mexicano, el cual sufre una lesión dentro
del salón de clases.
En este caso es necesario resaltar dos aspectos. Uno es
el problema en la comunicación, dado el limitado español del
paciente. A pesar de esto, fue posible entrever la situación
en la que se Miguel se encontraba inmerso.
En segundo lugar, es necesario resaltar que si bien el acoso
escolar o bullying se ha documentado principalmente en
el medio urbano, no es exclusivo de éste. En este caso, las
consecuencias del acoso fueron tan graves que se requirieron
procedimientos dolorosos y una lenta y difícil recuperación
que interferirá con el desarrollo normal de Miguel.
El acoso escolar es un fenómeno que se da en todos los
medios socioeconómicos y culturales, aunque las características
no sean las mismas. También es importante resaltar el
desconocimiento por padres y maestros de este fenómeno
mientras no se presenta una situación grave.
BULLYING
El bullying o acoso escolar es un fenómeno que no se puede
considerar como parte normal del desarrollo, sino más bien
como un fenómeno nocivo entre niños o adolescentes.
El bullying es definido como el conjunto de comportamientos
físicos y/o verbales que una persona o grupo de
personas, de forma hostil y abusando de un poder real o
ficticio, dirige contra un compañero/a de forma repetitiva y
duradera con la intención de causarle daño (Olweus, 1993).
Debe presentar las siguientes características:
1. Desequilibrio de poder entre el agresor y la victima.
2. El maltrato debe de ser frecuente y duradero (una
vez a la semana durante más de seis meses).
3. Intencionalidad y carácter proactivo de la agresión.
4. La pretensión de hacer daño.
Existen agresiones directas e indirectas; entre las primeras
se encuentran: agresiones físicas (patadas, puñetazos,
etc.), y verbales (insultos, chantajes). Entre las agresiones indirectas
se encuentran: físicas (robo, daños materiales, etc.)
y de carácter verbal (rumores, calumnias, etc.).
Aunque el fenómeno del bullying se ha comenzado a investigar
recientemente, no es un problema nuevo. Tampoco
parece ser un fenómeno que esté aumentando, ya que las
cifras de prevalencia de los últimos años han sido parecidas.
Un estudio en países escandinavos con una muestra de
130000 estudiantes demostró que 17.6% de los participantes
se había visto involucrado en fenómenos de bullying ya
sea como víctimas (9%) o agresores (7%), e incluso se observó
1.6% de agresores/victimas (Olweus, 1991). A su vez,
un estudio en Gran Bretaña mostró que 14% del alumnado
era víctima de bullying, donde 4% lo sufría en forma grave
y el porcentaje de agresores fue de 7% (Smith et al., 1999).
Un estudio australiano observó que 14% de los escolares
habían sido víctimas de maltrato (Rigby, 1997). En España,
se ha estimado que 11.6% de los alumnos entre 12 y
15 años se habían visto implicados en situaciones de abuso,
5.7% como víctimas y 5.9% como agresores. De éstos,
5.7% del alumnado era victimizado sistemáticamente y 24%
en forma ocasional (Avilés y Monjas, 2005).
Las victimas
Aproximadamente 10% de los niños escolarizados pueden
clasificarse como alumnos crónicamente victimizados. Se ha
encontrado que los niños están más expuestos que las niñas
a sufrir malos tratos. Los varones maltrataban en 80% de
los casos a otros varones y en 60% a victimas femeninas
(Olweus, 1993). En general, cuando las agresoras son mujeres
practican un tipo de maltrato más indirecto, como la
exclusión social o la ridiculización de las víctimas, al contrario
de sus contrapartes masculinas que tienden a practicar agresiones
más directas.
Se han observado diferencias entre las víctimas, las cuales
se pueden dividir en los siguientes grupos: en uno, la mayoría
son pasivos, nunca reaccionan agresivamente, pocas
veces se defienden y generalmente son rechazados por sus
compañeros. Otro grupo, de menor tamaño, es agresivo y
provocador de ataques por otros alumnos. Este último grupo
se enfrenta además al rechazo social y son conocidas como
victimas proactivas, quienes pueden mostrar un rol de víctimas
o de agresores (Carney y Merrel, 2001).
Las victimas pasivas se caracterizan por poseer una baja
autoestima e interiorización de problemas, tener pocos amigos,
tendencia a ser rechazados y a ser aislados (Olweus,
1993). Esta misma interiorización de los problemas causa la
mayoría de las veces la persistencia del fenómeno al no denunciar
los hechos, por temor a ser revictimizado. El grupo
de las victimas proactivas tiende a mostrar rasgos hiperactivos,
fuerte temperamento y agresividad (Veenstra et al.,
2005; Perren y Alsaker, 2006).
Una de las constantes en la conducta de intimidación es
la dificultad que experimenta la víctima para encontrar capsi quiatría ENERO-ABRIL, 2011
nales de comunicación efectivos para resolver su problema,
lo que en muchas ocasiones termina de confirmar su propio
convencimiento de incapacidad para salir de esa situación
(Avilés y Monjas, 2005).
Los niños que son víctimas de maltrato y de abuso por
parte de sus padres durante la infancia tienen un riesgo más
alto de verse implicados en actos violentos en la escuela
(Farrington, 2005). En un estudio se encontró que 38% de
los jóvenes provenientes de familias no violentas admitieron
haberse visto implicados alguna vez en actos violentos. Este
porcentaje crece hasta 60% cuando los niños pertenecen
a familias en las que ocurren actos violentos de cualquier
índole (violencia doméstica, clima familiar hostil, maltrato
infantil, etc.), y hasta 78% cuando los niños están bajo la influencia
de estos tres tipos de violencia (Thornberry, 1994).
Los agresores
Los agresores pueden ser activos e inician por su propia
cuenta los maltratos y en ocasiones otros alumnos les apoyan.
En otros casos, ellos no inician el maltrato, y son conocidos
como agresores pasivos, menos populares y menos
seguros que los agresores activos. Los agresores suelen mostrar
un bajo nivel de empatía hacia sus compañeros y tienden
a valorar la violencia como una herramienta útil para
conseguir lo que desean. Las tendencias agresivas no sólo se
suelen mostrar hacia sus iguales, sino hacia otras personas
como padres o hermanos (Carney y Merrel, 2001).
Este tipo de individuos consolidan su imagen como líderes
de grupo agresivos, y en solitario serían más bien frustrados,
por lo que necesitan reafirmar su personalidad sobre
los más débiles (Del Barrio, 2004). Su falta de control se
demuestra a través de impulsos incontrolados y la mayoría
de las veces solo actúan por problemas propios y proyectan
sus propias frustraciones.
Los alumnos agresores suelen tener una alta agresividad
y ansiedad, con facilidad para provocar a los demás, que se
acompaña con una gran falta de autocontrol (Cerezo, 1999).
No son capaces de acatar las normas establecidas. Los niños
no suelen ser tímidos ni retraídos. Presentan también cierta
inestabilidad y proclividad a tener conductas disruptivas
que se convierten en alumnos agresores por la presencia de
abusos reiterados, relaciones autoritarias o abandono infantil
(Tobeña, 2003).
Estos alumnos son personas con conflictos, que no se
identifican con la escuela y que en ocasiones tienen problemas
familiares, sobre todo en lo referido a la falta de control
y supervisión. Estos alumnos se ven afectados por la falta de
lazos familiares sólidos que les den seguridad en sí mismos.
Responden fácilmente con violencia y reflejan la que ellos
viven. Muchos de ellos son tratados violentamente y han
aprendido de otros que con este tipo de actos se consigue lo
que se desea (Menéndez, 2005). En ciertas ocasiones, estos
alumnos se encuentran inmersos en un ambiente familiar
precario y desfavorecido en el que se da cierta hostilidad
(Hernández, 2004).
Respecto a las variables de personalidad, en los agresores
se encuentran algunas características como un elevado
nivel de psicoticismo, extraversión y sinceridad, junto a un
nivel medio de neuroticismo. A su vez, los rasgos de personalidad
que destacan en las víctimas son una alta puntuación
de neuroticismo junto con altos niveles de ansiedad e
introversión con valores opuestos a los agresores (Cerezo,
2001). Aun cuando no es posible generalizar las características
de los rasgos de personalidad en los involucrados, ya que
intervienen múltiples factores, estas características pueden
ayudar a identificar y prevenir este fenómeno.
Las consecuencias para las víctimas son: falta de autoestima,
reducción de la autoconfianza, aislamiento y rechazo
social, ausentismo escolar, disminución en el rendimiento
académico, problemas psicosomáticos, ansiedad y disfunción
social, depresión, tendencias suicidas, etc. (Perren y
Alsaker, 2006). En el caso de los agresores, debido a sus
patrones agresivos, se acostumbran a vivir abusando de los
demás, lo que impide que se integren en forma adecuada
a la vida social. En el ámbito académico, no ponen atención
a sus tareas y su aprendizaje se resiente, provocando
tensiones, indisciplina y disrupciones de la actividad escolar
(Farrington, 2005).
Los espectadores
La mayoría de las agresiones se perpetran en presencia de
otros compañeros, ya sea en el salón de clases o en las inmediaciones
de los planteles escolares. Estos testigos sólo
observan sin intervenir o, en el peor de los casos, se vuelven
cómplices de los agresores al no denunciar, o al participar
activamente, como puede ser al aislar socialmente a las víctimas.
La gran mayoría de los alumnos son conscientes de
que el maltrato es una práctica común entre ellos. Avilés
y Monjas (2005) observaron que hasta 32% de los alumnos
reconocen que estas intimidaciones ocurren de manera
recurrente o todos los días, lo que indica que un número
importante de ellos están habituados a presenciar o a saber
de estas intimidaciones.
La atención no se puede enfocar únicamente a valorar
a uno u otro, agresor y víctima, ya que los espectadores u
observadores tienen una implicación particular para que este
fenómeno sea persistente. Así, se alían con la parte agresora
o con la víctima y no denuncian los hechos por temor a ser
señalados por sus compañeros o a volverse víctima de las
agresiones.
La institución
Por ser la escuela la que concentra a los estudiantes, no es de
extrañar que la mayoría de las agresiones ocurra dentro de

estas instituciones o en las inmediaciones de las mismas. En
general, las agresiones se realizan cuando no existe la presencia
de adultos o supervisores. Algunos de estos lugares
son el propio salón de clases cuando el profesor no se encuentra
o áreas comunes poco supervisadas, como pasillos,
baños o patios de juego.
Existen factores internos de la propia institución escolar
que favorecen el desarrollo de la violencia (Fernández,
1998). La escuela se fundamenta en una jerarquización y
organización interna que alberga distinción y conflicto. Los
rasgos más significativos que pueden provocar la aparición
de conductas de abuso son:
1. Ausencia de referentes comunes entre los profesores.
2. Problemas de organización escolar.
3. Aparición de valores culturales diferentes.
4. Roles y relación entre los alumnos y los profesores.
5. Relaciones entre los alumnos.
6. Dimensiones de los grupos.
7. Estrategias punitivas y sancionadoras.
Se ha encontrado una importante asociación entre el
hecho de ser víctima de violencia física o abuso sexual durante
la infancia y volver a experimentar la violencia en la
edad adulta. El fenómeno de revictimización o repetición de
la violencia en más de una etapa de la vida de las mujeres
en este estudio en particular pareciera indicar que la violencia
durante la niñez tiene efectos duraderos en el desarrollo
emocional y social del individuo (Rivera-Rivera et al., 2006).
Aunque estudios similares sobre violencia en la infancia han
sido valorados en el medio familiar, es importante observar si
el fenómeno del bullying tiene una significancia similar para
el desarrollo posterior de las víctimas.

REFERENCIAS
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